Están abiertas las puertas de un completo recorrido por la historia de la persecución a los judíos antes y durante la Segunda Guerra Mundial. La muestra permite conocer detalles cotidianos de hombres y mujeres azotados por el horror. También refleja cómo se instaló una maquinaria para el asesinato. Es una invitación a no olvidar y a tener presente cuán capaces somos de hacer mucho daño.
Por: Jimena Villegas
El 27 de abril se abrieron las puertas en el Museo Interactivo Judío de Chile, para una muestra que está dedicada al Holocausto o Shoá, palabra que significa “La Catástrofe”.
Este año, a partir de la tarde de ese miércoles de abril y hasta la tarde del día siguiente, los judíos conmemoraron una fecha que para ellos es de duelo: les recuerda la persecución y la aniquilación sistemática de la que fueron víctimas en Europa, por parte de la Alemania nacionalsocialista. Una matanza que sólo se detuvo con la caída de Adolf Hitler, en mayo de 1945.
La muestra, que será permanente, se despliega en unos 100 metros cuadrados insertos en un moderno edificio de concreto a la vista, que está en la calle Comandante Malbec, en Lo Barnechea. Para verla, hay que pedir hora con anticipación en el sitio web del museo. Fue organizada como un recorrido cronológico, que comienza justo antes de que todo pasara y que habla así de lo que se perdió a causa del Holocausto y de la guerra.
Fue organizada como un recorrido cronológico, que comienza justo antes de que todo pasara y que habla así de lo que se perdió a causa del Holocausto y de la guerra.
Esa pérdida refiere, por cierto, a seres humanos que hicieron enormes aportes a las artes, la ciencia o la filosofía. Pero sobre todo muestra -porque es la propuesta con que arranca esta exposición- la vida cotidiana. La existencia de millones de hombres, mujeres y niños, que eran zapateros, panaderos, maquinistas de barco o incluso héroes condecorados con Cruces de Hierro, por su buen hacer combatiendo a favor de Alemania en la Primera Guerra Mundial. De ellos y de ellas hay pequeñas piezas del recuerdo personal, como muñecas, libros, antiguas capturas de video, documentación o fotos.
Desde ahí, la progresión es natural: se avanza por el camino hacia la violencia y el infierno. Hay espacio para la artísticamente notable propaganda nazi, para la instalación de Hitler en el poder, para el desarrollo histórico del antisemitismo y para la exclusión, que partió en las escuelas o la vida funcionaria y que desembocó en los guetos.
Está también, porque debe estarlo, ese vergonzoso pogromo transnacional que fue la noche de los cristales rotos, cuando tropas de asalto y civiles atacaron a ciudadanos judíos en Alemania y en Austria el año 1938.
La emocionalidad no puede evitarse al ver las insignias amarillas, en este caso auténticas, que los nazis usaban para marcar a los judíos: la vacuidad de un parche con la estrella de David para simbolizar el repudio. Tampoco es posible sustraerse del impacto frente a un raído uniforme a rayas, el número 581. Al ver esa tela ligera es imposible no estremecerse solo imaginando el crudo invierno europeo.
Así y todo, puede decirse que ésta es una exposición delicada y comprensiva, busca informar y hacer presente antes que enojar, y se agradece porque sentir indignación frente este capítulo sobre una maquinaria para el asesinato es muy fácil. Para divulgar se muestran mapas, videos y pantallas interactivas, que describen la ubicación de los distintos campos de prisioneros o el papel de quienes arriesgaron sus vidas para ayudar a judíos a salvarse del espanto.
Ésta es una exposición delicada y comprensiva, busca informar y hacer presente antes que enojar, y se agradece porque sentir indignación frente este capítulo sobre una maquinaria para el asesinato es muy fácil.
Evidentemente en esta muestra hay un lugar para el papel de Chile. Datos oficiales revelan que unos 10.000 inmigrantes judíos llegaron a este país entre 1933 y 1945. Fuimos, como dice nuestro himno patrio, un asilo contra la opresión.Sin embargo, no por eso deja de sorprender una carta enviada en 1938 al ministerio de Relaciones Exteriores por quien era el cónsul de Chile en Praga, Gonzalo Montt Rivas. En ella, además de quejarse por los problemas económicos de la sede, refleja con dureza y quizá demasiada honestidad su posición frente a la firma de visados para judíos que pasaban por Chile de camino hacia Bolivia.
Montt Rivas afirma que estas personas “nada aportan al progreso de los pueblos en que viven”, que su única patria es el dinero y que “son sumamente feos”. Su intención final es advertir respecto a la posibilidad de que estos emigrantes, que huían de la muerte segura en campos de concentración, quisieran quedarse en Chile. Es, qué duda cabe, un documento muy incómodo. Pero, por otra parte, para eso sirve también el ejercicio de la memoria, para incomodar, para despertar, para sostener cuando parece que dejamos caer.
Igual que la capacidad de contar historias, la memoria nos pertenece a los seres humanos. Es nuestro sello. Memoria son las pinturas rupestres en las cuevas de Altamira en España, por ejemplo. Y memoria es un libro como el diario de Ana Frank, quien murió de tifus en Bergen-Belsen, sólo dos meses antes de la liberación y el fin de la guerra.
La memoria a veces incomoda y permite no olvidar, pero es también una invitación a resistir. Resistencia no es sólo echarse al monte para luchar contra el enemigo, como hicieron los propios judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Resistencia es también huir de la tentación de tomar revancha y de creer que aquello ya pasó. Resistencia es escapar de la fascinación de hacer a otros lo mismo que sufriste en carne propia y repetir así la infamia.
No hay que olvidar y, en ese sentido, que exista en Chile una muestra como ésta, sobre algo que pasó tan lejos, es importante. La resistencia nos involucra a todos, incluso aunque no queramos, porque la capacidad de hacer mucho daño a los demás es universal. Este país tiene una red de sitios de resistencia, que fueron creados para hacerse cargo de la crueldad de la dictadura.
La Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura constató que hubo en Chile 1.132 recintos usados como lugares de detención. Y hoy existen en el país 22 sitios de memoria. Uno de ellos es el extraordinario Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, en Matucana 501. Conocerlo vale tanto la pena como ver esta muestra sobre el Holocausto o Shoá, palabra que, como ya se dijo, significa “La Catástrofe”. Es una excelente expresión. La guerra, la matanza, la venganza y la dictadura fueron -y siguen siendo- terribles catástrofes. Tenerlas presentes siempre es un ejercicio necesario. Aquí, como sea y donde sea.